Algunas semanas antes de la Navidad de 1819, Ana Catalina fue conducida por el ángel, su guía, como cada año, sobre el alto lugar que ella llamaba "La Montaña de los Profetas" situada, según nos dice ella, encima de la cima más elevada y completamente inaccesible de una montaña del Tíbet.
Aquí está el relato casi entero de las impresiones que contó de su extraordinario viaje. Fue anotado por Brentano los días 9 y 10 de Diciembre de 1819. No fue más que algunos días más tarde, parece ser, cuando Ana Catharina comprendió todo el asunto. Ella lo describe aquí sin comentarios según su costumbre:
Esta noche he recorrido en diversas direcciones la Tierra prometida, tal como era en tiempos de Nuestro Señor... Vi varias escenas y fui rápidamente de lugar en lugar. Partiendo de Jerusalén, avancé muy lejos hacia Oriente. Pasé varias veces cerca de grandes cantidades de agua y por encima de las montañas que habían franqueado los magos de oriente para venir a Belén. Atravesé también países muy poblados, pero no tocaba los lugares habitados: la mayor parte del tiempo pasaba por desiertos. Llegue a continuación a una región en la que hacía mucho frío y fui conducida cada vez más alto hasta un punto extremadamente elevado; a lo largo de las montañas, desde el poniente al levante, se dirigía una gran ruta sobre la cual vi pasar grupos de hombres. Había una raza de pequeña talla, pero muy viva en sus movimientos, llevaban con ellos pequeños estandartes, los de la otra raza eran de una talla alta, no eran cristianos. Esta ruta iba descendiendo; mi camino me conducía hacia arriba a una región de una belleza increíble. Allí hacía calor y todo era verde y fértil, había flores maravillosamente bellas, bellos bosquecillos y bellos bosques; una cantidad de animales jugueteaban por alrededor, no parecían peligrosos.
Esta tierra no estaba habitada por ninguna criatura humana y nunca ningún hombre venía por aquí; porque de la gran ruta no se veían más que nubes.
Vi grupos de animales semejantes a pequeños corzos con las patas muy finas; no tenían cuernos, su piel era de un marrón claro con manchas negras. Vi también un animal rechoncho de color negro semejante a un cerdo, y después animales como machos cabríos de gran tamaño, pero más parecidos a corzos; eran muy familiares, muy ligeros a la carrera: tenían unos bellos ojos muy brillantes: vi a otros semejantes a corderos; eran muy gruesos, tenían como una peluca de lana y colas muy gruesas: otros parecían pequeños asnos, pero moteados; grandes aves con largas patas que corrían muy rápido, otros semejantes a pollos agradablemente adornados y finalmente una cantidad de bonitos pájaros muy pequeños y de colores variados. Todos estos animales jugaban libremente, como si ignoraran la existencia de los hombres.
Vi grupos de animales semejantes a pequeños corzos con las patas muy finas; no tenían cuernos, su piel era de un marrón claro con manchas negras. Vi también un animal rechoncho de color negro semejante a un cerdo, y después animales como machos cabríos de gran tamaño, pero más parecidos a corzos; eran muy familiares, muy ligeros a la carrera: tenían unos bellos ojos muy brillantes: vi a otros semejantes a corderos; eran muy gruesos, tenían como una peluca de lana y colas muy gruesas: otros parecían pequeños asnos, pero moteados; grandes aves con largas patas que corrían muy rápido, otros semejantes a pollos agradablemente adornados y finalmente una cantidad de bonitos pájaros muy pequeños y de colores variados. Todos estos animales jugaban libremente, como si ignoraran la existencia de los hombres.
De este lugar paradisíaco, subí más arriba y era como si fuera conducida a través de las nubes. Llegué así a la cumbre de esa alta región de montañas donde vi muchas cosas maravillosas. En lo alto de la montaña había una gran planicie y en esta planicie un lago; en el lago una isla verdeante. Esta isla estaba rodeada de grandes arboles semejantes a cedros. Fui elevada a la cumbre de uno de esos árboles y agarrándome fuertemente a las ramas, vi desde lo alto toda la isla.
Cuando desde lo alto de mi árbol, pasaba la mirada sobre la isla, podía ver en su otro extremo el agua del lago, pero no la montaña. Esta agua estaba viva y de una limpidez extraordinaria: el agua atravesaba la isla por diferentes afluentes y se derramaba bajo tierra a través de varios arroyos más o menos grandes.
Frente a la estrecha lengua de tierra, en la verde planicie, se elevaba una gran tienda extendiéndose a lo ancho, que parecía estar hecha de tejido gris; estaba decorada en el interior, en la parte de atrás, con largos paneles de tejidos de diversos colores y cubierta con toda especie de figuras pintadas o bordadas. Alrededor de la mesa que se encontraba en medio, había asientos de piedra sin respaldos y con forma de cojines: estaban recubiertos de un verdor siempre fresco.
En el asiento de honor situado en medio, tras la mesa de piedra que era baja y de forma oval, un hombre rodeado de una aureola como la de los santos estaba sentado con las piernas cruzadas, a la manera oriental y escribía con una pluma de caña sobre un gran libro. La pluma era como una pequeña rama. A la derecha y a la izquierda se veían varios grandes libros y pergaminos enrollados en varas de madera con bolas en sus extremos; y cerca de la tienda había en la tierra un agujero que parecía estar revestido de ladrillos y donde ardía un fuego cuya llama no sobrepasaba el borde. Todo el lugar alrededor era como una bella isla verde rodeada de nubes. El cielo por encima de mi cabeza era de una serenidad inexpresable. No vi del sol más que un semicírculo de rayos brillando tras las nubes. Este semicírculo pertenecía a un disco que parecía mucho más grande que en nuestro mundo.
El aspecto general tenía algo de inexpresablemente santo.
Era una soledad, pero llena de encanto. Cuando tenía ese espectáculo bajo mis ojos, me pareció saber y comprender lo que era y lo que significaba todo ello, pero sentí que no podía llevar conmigo y conservar este conocimiento. Mi conductor había estado a mi lado hasta ese momento pero, cerca de la tienda, se hizo invisible para mí.
Como yo consideraba todo esto, me dije: «¿Qué tengo que hacer yo aquí, y por que es necesario que una pobre criatura como yo vea todas estas cosas?». Entonces la figura me dijo desde dentro de la tienda: «Es porque tu tienes una parte de todo esto». Esto redoblo entonces mi asombro y descendí o volé hacia esa figura, en la tienda, donde estaba sentada, vestida como lo están los espíritus que veo: la figura tenía en su exterior y en su apariencia algo que recordaba a San Juan Bautista o a Elías.
Los libros y los volúmenes numerosos que estaban por el suelo alrededor de esa figura, eran muy antiguos y muy preciosos. En algunos de estos libros había ornamentos y figuras de metal en relieve, por ejemplo un hombre sosteniendo un libro en la mano. La figura me dijo, o me hizo conocer de otra manera, que estos libros contenían todo lo que había de más santo de lo que venía de los hombres; ella examinaba, comparaba todo y desechaba lo que era falso en el fuego encendido cerca de la tienda. El me dijo que estaba allí para que nadie pudiera llegar a ello: estaba encargado de vigilar sobre todo eso y guardarlo hasta que el tiempo llegara de hacer uso de ello. Este tiempo había podido llegar en ciertas ocasiones; pero había siempre grandes obstáculos. Yo le pedí si él no tenía el sentimiento de la espera tan larga que se le había impuesto. Me respondió: «En Dios no hay tiempo».
Me dijo también que debería ver todo, me condujo fuera de la tienda y me mostró el país que la rodeaba.
La tienda tenía aproximadamente la altura de dos hombres: era larga como de aquí a la iglesia de la ciudad: su anchura era de aproximadamente la mitad de su altura. Tenía en la cumbre una especia de nudo por el cual la tienda estaba como suspendida a un hilo que subía y se perdía en el aire, de manera que yo no podía comprender donde estaba atado. En los cuatro ángulos habían columnas que no se podían abarcar con las dos manos. La tienda estaba abierta por delante y en los lados. En medio de la mesa estaba depositado un libro de una dimensión extraordinaria que se podía abrir y cerrar: parecía que estaba sujeto sobre la mesa. El hombre miraba en ese libro para verificar la exactitud. Me pareció que había una puerta bajo la mesa y que un gran santo tesoro, una cosa santa estaba conservada allí.
El me mostró entonces los alrededores y entonces hice, a lo largo del río exterior, la vuelta al lago cuya superficie estaba perfectamente nivelada con la isla. Esta agua que yo sentía correr bajo mis pies se diversificaba bajo la montaña por muchos canales y salía a la luz muy por debajo, bajo forma de fuentes grandes y pequeñas. Me parecía que toda esta parte del mundo recibía de ahí, salud y bendición: en lo alto, no se desbordaba por ningún lugar. Descendiendo por el levante y por el mediodía, todo era verde y cubierto de bellas flores; en el poniente y al norte, había también verdor, pero no flores.
Llegando al extremo del lago, atravesé el agua sin puente y pasé a la isla que recorrí circulando en medio de torres. Todo el suelo parecía ser una cama de espuma muy espesa y fuerte; se diría que todo era hueco por debajo: las torres salían de la espuma como un crecimiento natural...
Tuve el sentimiento de que en las torres se conservaban los más grandes tesoros de la humanidad: me parecía que allí reposaban cuerpos santos. Entre algunas de esas torres vi un carro muy extraño con cuatro ruedas bajas: cuatro personas podían sentarse bien; había dos bancos y mas adelante un pequeño asiento. Este carro, como todo el resto aquí, estaba totalmente revestido de una vegetación verde o bien de una herrumbre verde. No tenía timón y estaba adornado de figuras esculpidas, si bien que a primera vista creí que había en el personas sentadas. Las ruedas eran gruesas como las de los carros romanos. Este me pareció bastante ligero para poder ser tirado por hombres. Yo miraba todo muy atentamente, porque el hombre me había dicho: «Tu tienes aquí tu parte y puedes enseguida tomar posesión de él». Yo no podía de ninguna manera comprender que especia de parte podía tener ahí. ¿Qué tengo que hacer –me preguntaba– con este singular carro, estas torres y estos libros? Pero tenía una viva impresión de la santidad del lugar. Era para mi como si, con esta agua, la salvación de varias épocas hubiera descendido a los valles y como si los hombres mismos hubieran venido a estas montañas de donde ellos habían descendido para hundirse cada vez más profundamente. Yo tenía también el sentimiento de que celestiales presentes eran ahí conservados, guardados, purificados, preparados de antemano para los hombres. Tuve de todo ello una percepción muy clara: pero me parecía que no podía llevar conmigo esta claridad: conservaba solamente la impresión general.
Cuando entré en la tienda, el hombre me dijo todavía una vez lo mismo: «Tu tienes una parte en todo esto y tu puedes enseguida tomar posesión de ello». Y como yo le mostraba mi ineptitud, él me dijo con una tranquilidad llena de confianza: «Volverás pronto hacia mi». El no salió de la tienda mientras yo estuve allí, pero daba vueltas continuamente alrededor de la mesa y de los libros.
En la tienda, tuve la impresión de que un cuerpo santo estaba allí enterrado: me parecía que había allí debajo un subterráneo y que un olor suave exhalaba de una tumba sagrada. Tuve la sensación de que el hombre no estaba siempre en la tienda cerca de los libros. El me había acogido y me había hablado como si me hubiera conocido de toda la vida y supiera que yo iba a llegar a ese lugar: me dijo con la misma seguridad que yo volvería y me mostró un camino descendente; yo iba en dirección del mediodía, pasaba de nuevo por la parte escarpada de la montaña, después a través de las nubes y descendí a la risueña tierra donde había tantos animales. Vi muchas pequeñas fuentes surgir de la montaña, precipitarse en cascadas y correr hacia abajo: vi también pájaros, más grandes que una oca, aproximadamente del color de la perdiz, con tres uñas delante y una detrás, con una cola un poco baja y un largo cuello, después otros pájaros de plumaje azulado, semejantes al avestruz pero más pequeño: vi finalmente todos los demás animales.
En este viaje, vi de nuevo muchas cosas y más seres humanos que en los primeros viajes. Atravesé una vez un pequeño río que, como lo he sabido interiormente, surgía del lago de arriba: mas tarde, seguí sus orillas y después lo perdí de vista. Llegue entonces a un lugar donde pobres gentes de colores diversos vivían en chabolas. Me pareció que eran cristianos cautivos. Vi venir hacia ellos a otros hombres de tez morena con telas blancas alrededor de la cabeza. Les llevaban alimentos en cestas trenzadas: hacían esto extendiendo el brazo hacia delante como si tuvieran miedo, después se iban, con aspecto asustado, como si hubieran sido expuestos a algún peligro. Estas personas vivían en una ciudad en ruinas y habitaban cabañas de construcción ligera. Vi también agua donde crecían rosales de una densidad y una fuerza completamente extraordinarios.
Volví a continuación cerca del río: en este lugar, el río era muy ancho, lleno de escollos, de islotes de arena y de bellos macizos de verdor entre los cuales zigzagueaba. Era el mismo curso de agua que venía de la alta montaña y que yo había atravesado más arriba, cuando era todavía pequeño: una gran cantidad de personas con tez morena, hombres, mujeres y niños, vestidos de diferentes maneras, estaban ocupados en las rocas y los islotes, en beber y lavarse. Tenían el aspecto de haber venido de lejos. Había en su manera de ser algo que me recordó lo que yo había visto en los bordes del Jordán en la Tierra santa. Se encontraba allí también un hombre de gran talla que parecía ser su sacerdote. Llenaban con agua las vasijas que llevaban. Vi además muchas otras cosas: no estaba lejos del país donde estuvo san Francisco Javier: yo atravesaba el mar pasando por encima de islas innumerables.
El 22 de diciembre, Ana Catalina dijo al Peregrino:
Ya se porque fui a la montaña: mi libro se encuentra entre los escritos que están sobre la mesa, se me dará para que lea las cinco ultimas hojas. El hombre sentado ante la mesa volverá en su tiempo. Su carro permanece allí como recuerdo eterno. Es sobre este carro que el subió a esta altura y los hombres, con gran extrañeza, le verán descender sobre este carro.
Es ahí, en esta montaña, la más elevada del mundo y donde nadie puede llegar, que se ha puesto a buen recaudo, cuando la corrupción se acrecienta entre los hombres, los tesoros y los misterios sagrados. El lago, la isla, las torres no existen más que para que estos tesoros sean conservados y garantizados de todo ataque. Es por la virtud del agua que hay en esta cumbre que todas las cosas son refrescadas y renovadas. El río que desciende de allí y cuya agua es objeto de una tan gran veneración para los hombres que he visto, tiene realmente una virtud y los fortifica: es por eso que ellos la estiman más que sus vinos. Todos los hombres, todos los bienes han descendido de esta altura y todo lo que debía ser garantizado de la devastación ha sido allí preservado.
El hombre que está sobre la montaña me ha conocido: porque yo tengo allí mi parte. Nosotros nos conocemos todos, nos sostenemos todos los unos a los otros. No puedo expresarlo bien; pero somos como una simiente repartida en el mundo entero.
El paraíso no está lejos de aquí. He visto ya anteriormente como Elías vive siempre en un jardín ante el paraíso.
El 26 de diciembre:
He visto de nuevo la montaña de los profetas. El hombre que está en la tienda presentaba a una figura que venía del cielo y planeaba por encima de él, hojas y libros y recibía otros en su lugar. Este espíritu tenía un exterior diferente del primero. Este que flotaba en el aire me recordó vivamente a San Juan. Era más ágil, más rápido, más amable, más delicado que el hombre de la tienda, el cual tenía algo de más enérgico, de más severo, de más estricto, de más inflexible. El segundo se relacionaba a él como el Nuevo Testamento al Antiguo, es por eso que yo le llamaría gustosamente Juan y llamaría al otro Elías. Era como si Elías presentase a Juan revelaciones que ya se habían cumplido y recibiera otras nuevas.
Allí encima vi de repente, saliendo de la nube blanca, una fuente semejante a un surtidor de agua elevarse perpendicularmente bajo la forma de un rayo de apariencia cristalina que, en su extremidad superior, se dividía en rayos y en gotas innumerables; las cuales volvían a caer, formando inmensas cascadas, hasta los lugares más alejados de la tierra: y vi hombres iluminados por esos rayos en las casas, en las cabañas, en las ciudades de diversas partes del mundo.
El 27 de diciembre, fiesta de San Juan Evangelista, vio a la Iglesia de Roma brillante como un sol. Habló de los rayos que se repartían sobre el mundo entero:
Se me dijo que eso se relacionaba con el Apocalipsis de San Juan, sobre el cual diversas personas en la Iglesia deben recibir luces y esta luz caerá toda entera sobre la Iglesia. He visto una visión muy distinta en torno a este tema, pero no puedo reproducirla bien.
Vi la Iglesia de Pedro y una enorme cantidad de hombres que trabajaban para destruirla, pero vi allí también a otros que hacían reparaciones (...) Vi de nuevo a la Iglesia de Pedro con su alta cúpula. San Miguel estaba en la cumbre brillante de luz, llevando una vestimenta roja de sangre y manteniendo en la mano un estandarte de guerra. En la tierra, había un gran combate.
¡Lo que vi era inconmensurable, indescriptible... vi también de repente como si la montaña de los profetas fuera empujada hacia la cruz y acercada a ella; sin embargo, la montaña tenía sus raíces sobre la tierra y permanecía unida a ella. Tenía el mismo aspecto que cuando la primera visión, y más arriba, tras de ella, vi maravillosos jardines completamente luminosos en los cuales percibí animales y plantas brillantes; tuve el sentimiento de que era el Paraíso...
Mientras el combate tenía lugar sobre la tierra, la Iglesia y el ángel, que desapareció pronto, se habían vuelto blancos y luminosos. La cruz también se desvaneció y en su lugar se mantenía de pié sobre la Iglesia una gran mujer brillante de luz que extendía hasta lejos y por encima de ella su manto de oro irradiante. En la Iglesia se vio operar una reconciliación acompañada de testimonios de humildad. Vi a los obispos y pastores aproximarse unos a otros y cambiar sus libros: las sectas reconocían a la Iglesia, a su maravillosa victoria y a las claridades de la revelación que ellas habían visto con sus ojos irradiar sobre ella. Estas claridades venían de los rayos del surtidor que san Juan había hecho brotar del lago de la montaña de los profetas. Cuando vi esta reunión, sentí una profunda impresión de la proximidad del reino de Dios. Sentí un esplendor y una vida superior manifestarse en toda la naturaleza y una santa emoción embargar a todos los hombres, como en los tiempos cuando el nacimiento del Señor estaba próximo y sentí de tal manera la cercanía del reino de Dios que me sentí forzada a correr a su encuentro y a dar gritos de alegría.
Tuve el sentimiento del advenimiento de María en sus primeros ancestros. Vi su estirpe ennoblecerse a medida de que ella se aproximaba al punto en el que se produciría esta flor. Vi llegar a María, ¿cómo fue? Yo no se expresarlo; es de la misma manera que tengo el presentimiento de un acercamiento del reino de Dios. Yo lo he visto aproximarse, atraído por el ardiente deseo de muchos cristianos, llenos de humildad, de amor y de fe; era el deseo que le atraía.
Vi una gran fiesta en la Iglesia que, tras la victoria conseguida, irradiaba como el sol. Vi un nuevo papa austero y muy enérgico. Vi, antes del comienzo de la fiesta, muchos obispos y pastores expulsados por él, a causa de su maldad. Vi a los santos apóstoles tomar una parte muy especial en la celebración de esta fiesta en la Iglesia. Vi entonces muy cerca de su realización la plegaria: «Venga a nosotros tu reino». Me parecía ver jardines celestes, brillantes de luz, descender de arriba, reunirse en la tierra, en lugares donde el fuego estaba encendido, y bañar todo lo que está por debajo en una luz primordial.
ANA CATALINA EMMERICH